Hay seis millones de parados y paradas, con una tasa juvenil del 57%, y,
entre quienes todavía tienen empleo, una encuesta apunta que el 85% asegura que
sus condiciones laborales han empeorado. Esto no es sino un indicio de que, más
que una crisis, vivimos ya bajo el umbral de un nuevo imperio; no es como los
imperios del pasado, es una estructura politico-económica que, poco a poco, ha
ido vertebrando las desigualdades de una ciudadanía que tiene la sensación de
haber intercambiado el bienestar por una pérdida y la pertenencia a un estatus
medianamente digno por una derrota.
Poco hay más desesperanzador que un mundo donde
casi todo está ya cocinado, donde pocos sueños e ilusiones de progreso son posibles, un mundo
expoliado por la luz artificial de la alternancia infinita entre el día y la
noche. Pero todavía nos queda una tarea muy importante: el objetivo de los poderes políticos y financieros (que viven felizmente
alejados del espacio humano compartido por el resto de la ciudadanía e intentan perpetuar su deseo de
autoconservación) es que aprendamos a encajar armoniosamente las desigualdades,
el nuestro es exigirles que nos dejen
vivir aunque sea sólo un poco por debajo de sus posibilidades (de sus yates, de
sus coches, de sus residencias, de sus…).
Habrá que intentarlo; seguramente, nadie tiene la solución mágica, pero tenemos
que encontrar la manera de ir derribando muros y de ir abriendo algunas puertas hasta que consigamos
que sople el aire de la vida en los hogares familiares, hasta que, por fin, estas familias que tan mal lo están
pasando puedan inspirar y respirar como lo haría un bosque provisto de
pulmones. El reto está encima de la mesa, seguro que cada cual puede aportar su
granito de arena.
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